De Salmos para inmolar los cerdos/
a propósito de la obra de Orlando Díaz
I
Contestación al árbol enredado en el cerebro sanguíneo del Universo
Con sus ojos de cerdo me mira el niño. Percudido el rostro y con manos duras como las de un hombre, se arrastra por la pared de este cuarto de vidrio. Con las uñas cuarteadas, y ojos de resina rotos, raya en el techo criptografías, lenguaje de señas o símbolos: números irreales [por más que intenté aprender la profundidad del lenguaje matemático sólo logré transcribir los pensamientos nublosos de mi propio misterio] que opacan la transparencia de este cíclope en medio del sol, alma matérica entumida de miedo, por desconocer la razón de una verdad inhumana. Roería las paredes de migajón cristalino, de sal. Pero sólo caería en el eterno instante del vacío. No mucho más allá de lo que vemos. La materia nos habla con su lenguaje de tacto, nos confunde u ofusca cuando nos venda los ojos. Sólo nos muestra el color de su nomenclatura, pero en realidad lo que está delante es el universo mismo. Basta cerrar los ojos para ver Todo. Sentir la traslación de los astros y la colisión de los meteoros, la formación de las galaxias y el hoyo negro del cual escapan sólo algunas partículas voluntariosas. Ese niño con trompa de chancho lo sabe, y me rasga con su mirada de cuarzo, me disecta con su escalpelo de obsidiana. Ábreme la piel de humo y me desprende el ojo palpitante que es el corazón, lo coloca en su mano para que pueda verme. Es un espejo oscuro donde el humo negro llena las venas hasta intoxicar el cerebro de oscuridad radiante, de cosmos. Son golpes los rayos de este sol blando, de este rojo espeso. Machetazos contra el muro de las manos, hachas contra los folículos del cráneo. Una cuña que desprende el cuero cabelludo para limpiar la zona de trabajo. El niño con los ojos de grava me sume en la tierra, me hunde en el agua. Me siembra como un árbol traído de otra tierra. Me tuerce las raíces, las masajea para que no se mueran, y luego sopla lumbre sobre las ramas secas de este racimo de venas. Suelta las cuñas, se arranca los dedos para dejar de escribir en las paredes ruidos. Se corta las manos y se disuelve en el suelo para que yo me alimente de su rojo. [Por más que intenté aprender la profundidad del lenguaje vegetal sólo logré transcribir los pensamientos nublosos de mi propio misterio]. El niño se cuelga del tronco de mis huesos, y arranca un fruto, un signo acaso, de una de las ramas secas de este nervio óptico desgarrado en la raíz cuántica del Misterio sucio de la carne.
Andrés Cisneros.
Poeta y editor de verso destierro.
El jardin de la bestia/ acrílico sobre tela/2008
Batalla colosal/ acrílico sobre tela/2007
El jardin de la trascendencia-Jardin de moebius/acrilico sobre tela y madera/2008
Dibujos
Niña contemplando la construcción de una ciudad en el aire/
Acrílico y carboncillo sobre tela/2009.
La última pieza/Acrílico y carboncillo sobre tela/2010.